Por fin es viernes, después de una semana frenética. Y cruzo la Diagonal, antes de que las señales horarias de la radio marquen las ocho. Escucho uno de esos programas buenrollistas innecesarios que pretenden lograr una carcajada entre los madrugadores. Estrategia carroñera empresarial, seguro. Pero, de repente, suena Pablo Alborán. ¡No pega nada! Mientras sorteo con prisas la avenida estoy a punto, allí mismo, de cortarme las venas. ¡Qué tío más depresivo! ¿Es necesario joder así la mañana?
Se llama Samiramis y lee las cartas en un bar de la calle de Ávila, cerca de las calles de prostitución del zaragozano barrio de Salamanca. El local, cutre, intenta reflejar un aire sirio que no va más allá de los dulces colocados en una vitrina, y de una pegatina con el nombre del país, cuyas letras están pintadas con los colores de la bandera. Es sábado por la mañana y la futuróloga tiene poca clientela. Mientras se espera, se pide en la barra algo para tomar, y se coge la vez. “La última es esa señora”, dice la camarera, muy maquillada, con jersey de cuello alto y foulard con estampado de leopardo, y gorro de lana en la cabeza. Samiramis es muy conocida en la ciudad, y frente a ella, y gracias al boca a boca, se sienta un público variopinto que ansía saber qué va a ocurrir en sus vidas. Pasados unos minutos, una amiga y yo estamos ya frente a la silla de la adivinadora. Por cierto, a punto de irnos. Son los nervios del momento. Observamos un cartel que prohíbe comer chicle, y otro q
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