Son muchas las entrevistas que llevo hechas como Trabajador Social. Y es necesario tomar distancia para intervenir, así como tener claro que la persona a la que atiendes tiene derecho a decidir sobre su propia vida. Lo que en la jerga llamamos principio de autodeterminación. Y no es que nos volvamos insensibles, pero normalizamos situaciones que tal vez otros se echarían las manos a la cabeza. Recibo hoy a una mujer con trastorno mental que, aparte de haber sido intervenida de un tumor, el fin de semana se ha suicidado el mejor amigo de uno de sus hijos, con 23 años, y ella se siente culpable. El muchacho estuvo en su casa el sábado a la tarde y ella no les fue a echar el típico discurso de madre pesada, para que vayan por el "buen camino". Por si fuera poco, comprobamos en Internet que le han denegado el recurso que interpusimos a la no renovación de su permiso de residencia y trabajo. Porque según un decreto inventado por el PP, aunque está casada con un español, la consideran una carga para la asistencia social en nuestro país. A esto se añade que ella es el burro de carga familiar. Cabizbaja, como asimilando todo lo que tiene encima, me pregunta si soy creyente. Le respondo que no. No obstante, me posa sobre la mano un rosario de cuentas de madera para que lo lleve siempre conmigo. "Aunque no creas, te dará suerte", me dice. Y se despide con dos besos. Se lleva mi Informe para pedir cita en Servicios Sociales. Mañana volveré a verla. Podría ser una entrevista cualquiera, pero no lo ha sido. Tal vez, porque aunque estaba al otro lado de la mesa, como entrevistador siento que, en mi vida, me han dado un zarpazo en las entrañas y de la herida no para de brotar sangre. Tal vez, en este momento, cueste manejar las emociones para no caer en el asistencialismo y seguir ejerciendo intervención social. Pero quienes estamos al otro lado, tampoco nos libramos de nada. De hecho, en otros contextos, también somos usuarios, pacientes o clientes.
Se llama Samiramis y lee las cartas en un bar de la calle de Ávila, cerca de las calles de prostitución del zaragozano barrio de Salamanca. El local, cutre, intenta reflejar un aire sirio que no va más allá de los dulces colocados en una vitrina, y de una pegatina con el nombre del país, cuyas letras están pintadas con los colores de la bandera. Es sábado por la mañana y la futuróloga tiene poca clientela. Mientras se espera, se pide en la barra algo para tomar, y se coge la vez. “La última es esa señora”, dice la camarera, muy maquillada, con jersey de cuello alto y foulard con estampado de leopardo, y gorro de lana en la cabeza. Samiramis es muy conocida en la ciudad, y frente a ella, y gracias al boca a boca, se sienta un público variopinto que ansía saber qué va a ocurrir en sus vidas. Pasados unos minutos, una amiga y yo estamos ya frente a la silla de la adivinadora. Por cierto, a punto de irnos. Son los nervios del momento. Observamos un cartel que prohíbe comer chicle, y otro q
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