A pesar de mi aspecto, no cumplo años. Soy Macario, un muñeco de trapo que resulta familiar. Y no, no tengo nada que ver con aquel al que un famoso ventrílocuo metía mano en televisión. Mi boina, mis cuatro pelos, mis ojos saltones, mi enorme nariz y mi gran sonrisa son mi carta de presentación. Soy "achuchable", aunque hace años haya pasado al olvido de los juegos infantiles y permanezca sentado en el frío suelo de una habitación. Un cuarto en el que pasan las horas, pero en el que no pasa nada. Siempre he vivido en Zaragoza. Tiempo atrás, hice miles de kilómetros. Estaba allí donde iba aquel niño al que, con dos años, llegué a su vida. Creo que fui un regalo de Reyes. Por suerte, sobrevivo. Aunque sea una supervivencia invisible. Él viene de vez en cuando. No me habla. Pero sé que me quiere. Sé que jamás acabaré reciclado en un mercadillo callejero. Aquel niño fue haciéndose mayor. Y dejó de necesitarme. Pienso que fui el hermano que nunca tuvo. Él, cada día, intenta diseñar su vida. Una vida que, en los últimos tiempos, sé que no ha sido un cuento infantil. Pero es fuerte. Igual que los abrazos que tiempo atrás me daba. Desde hace unos meses, vivo sólo con su madre. Sé que toda la familia me aprecia. Me llamaban "Macarito". A veces, pienso en mi futuro. Sueño que me gustaría ser el juguete preferido de una nueva generación familiar. Pero también tengo miedo. Barbie y Ken, la supuesta pareja ideal, están mucho más cotizados que yo. Ya no aparezco en los catálogos navideños, aunque, tres décadas atrás, tampoco me pidieron en ninguna carta a los Magos de Oriente. La experiencia me ha hecho saber que puedes llegar a la vida de un niño sin que él lo espere. Y ser su mejor regalo. Por ello, soy feliz. Tal vez, algún día, coja un AVE y vaya a visitar a Carlos. Quiero ayudarle a recordar momentos de su infancia, una infancia que compartí con él.
Se llama Samiramis y lee las cartas en un bar de la calle de Ávila, cerca de las calles de prostitución del zaragozano barrio de Salamanca. El local, cutre, intenta reflejar un aire sirio que no va más allá de los dulces colocados en una vitrina, y de una pegatina con el nombre del país, cuyas letras están pintadas con los colores de la bandera. Es sábado por la mañana y la futuróloga tiene poca clientela. Mientras se espera, se pide en la barra algo para tomar, y se coge la vez. “La última es esa señora”, dice la camarera, muy maquillada, con jersey de cuello alto y foulard con estampado de leopardo, y gorro de lana en la cabeza. Samiramis es muy conocida en la ciudad, y frente a ella, y gracias al boca a boca, se sienta un público variopinto que ansía saber qué va a ocurrir en sus vidas. Pasados unos minutos, una amiga y yo estamos ya frente a la silla de la adivinadora. Por cierto, a punto de irnos. Son los nervios del momento. Observamos un cartel que prohíbe comer chicle, y otro q
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