Ciertas profesiones implican amplias dosis de empatía hacía tus usuarios, pacientes o clientes. Como ocurre en trabajo social. En nuestro quehacer profesional es básico ponerse en el lugar del otro, y tener siempre presente el principio de autodeterminación. O lo que es lo mismo, dejar que cada individuo decida sobre su propia vida. Y aquellos principios, convicciones y filosofía, a nivel laboral, la exportamos, en muchas ocasiones, a nuestro día a día como seres humanos. Entonces, el empacho de empatía que desprendemos puede llevarnos a situaciones de sumisión, de perder la dignidad y, en ocasiones, de arrastrarse ante una espiral en la que nos vemos inmersos, de la que nos cuesta salir, y por la que experimentamos una de cal y otra de arena, que conlleva a seguir tirando de un hilo, que otro cortó hace tiempo pero al que, a veces, sigue haciendo nudos.
Se llama Samiramis y lee las cartas en un bar de la calle de Ávila, cerca de las calles de prostitución del zaragozano barrio de Salamanca. El local, cutre, intenta reflejar un aire sirio que no va más allá de los dulces colocados en una vitrina, y de una pegatina con el nombre del país, cuyas letras están pintadas con los colores de la bandera. Es sábado por la mañana y la futuróloga tiene poca clientela. Mientras se espera, se pide en la barra algo para tomar, y se coge la vez. “La última es esa señora”, dice la camarera, muy maquillada, con jersey de cuello alto y foulard con estampado de leopardo, y gorro de lana en la cabeza. Samiramis es muy conocida en la ciudad, y frente a ella, y gracias al boca a boca, se sienta un público variopinto que ansía saber qué va a ocurrir en sus vidas. Pasados unos minutos, una amiga y yo estamos ya frente a la silla de la adivinadora. Por cierto, a punto de irnos. Son los nervios del momento. Observamos un cartel que prohíbe comer chicle, y otro q
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