A veces, quedamos a tomar café con alguien. Y puede que sigamos ese hábito con frecuencia. Entre sorbo y sorbo, se habla de la vida. De la propia y de la ajena. Más aún, cuando en "grandes" ciudades las conexiones de las relaciones humanas son cercanas, extensas y también surrealistas. Entonces, el ambiente se convierte en una especie de informativo en el que los titulares se suceden con rapidez. Y hay contenidos de todo tipo. Más jugosos y menos. Esperados e inesperados. Algunos que el tiempo ha puesto en su sitio. Es la vida. El avatar de nuestro entorno, del que somos partícipes. A veces protagonistas, otras personajes secundarios. O extras, nexos de unión. Lo que ocurre, es que no siempre hay nada con lo que endulzar ese café. Y no me refiero a echar dos sobres de azúcar. Cuando no tenemos, o nos tienen, nada que contar, trascendente, original, conflictivo, morboso o exclusivo, parece que no tiene sentido quedar. Porque nos gusta la carnaza, y porque el día a día de las personas de a pie, no difiere tanto de aquellas que aparecen reflejadas en muchos tipos de periodismo. Y si no, ya nos afanamos en interpretar, en magnificar e incluso en tirar del hilo de una bobina que se acabó hace ya tiempo.
Se llama Samiramis y lee las cartas en un bar de la calle de Ávila, cerca de las calles de prostitución del zaragozano barrio de Salamanca. El local, cutre, intenta reflejar un aire sirio que no va más allá de los dulces colocados en una vitrina, y de una pegatina con el nombre del país, cuyas letras están pintadas con los colores de la bandera. Es sábado por la mañana y la futuróloga tiene poca clientela. Mientras se espera, se pide en la barra algo para tomar, y se coge la vez. “La última es esa señora”, dice la camarera, muy maquillada, con jersey de cuello alto y foulard con estampado de leopardo, y gorro de lana en la cabeza. Samiramis es muy conocida en la ciudad, y frente a ella, y gracias al boca a boca, se sienta un público variopinto que ansía saber qué va a ocurrir en sus vidas. Pasados unos minutos, una amiga y yo estamos ya frente a la silla de la adivinadora. Por cierto, a punto de irnos. Son los nervios del momento. Observamos un cartel que prohíbe comer chicle, y otro q
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