Volví a coincidir con ella. Viernes, 18:40. Alvia con destino Vitoria. Y ahí estaba, en el último vagón. Como la otra vez, jugueteando con su gato. Un gato que seguro le hacía compañía en sus noches solitarias. La observaba. No sabía nada de su vida. Imaginé que, un fin de semana más, huía de la agresividad urbana para refugiarse en sus orígenes. Imaginé a una mujer, de unos 40 años, en un dilema vital. Romper con lo poco que le unía a su ciudad adoptiva o tejer nuevas redes a las que agarrarse. Por ahora, en su agenda subrayaba con fluorescente verde la cita que, cada vez con más frecuencia, tenía en aquel andén de la estación de Sants. Por ahora, era la decisión intermedia que, llamémosla Paula, había escogido.
Se llama Samiramis y lee las cartas en un bar de la calle de Ávila, cerca de las calles de prostitución del zaragozano barrio de Salamanca. El local, cutre, intenta reflejar un aire sirio que no va más allá de los dulces colocados en una vitrina, y de una pegatina con el nombre del país, cuyas letras están pintadas con los colores de la bandera. Es sábado por la mañana y la futuróloga tiene poca clientela. Mientras se espera, se pide en la barra algo para tomar, y se coge la vez. “La última es esa señora”, dice la camarera, muy maquillada, con jersey de cuello alto y foulard con estampado de leopardo, y gorro de lana en la cabeza. Samiramis es muy conocida en la ciudad, y frente a ella, y gracias al boca a boca, se sienta un público variopinto que ansía saber qué va a ocurrir en sus vidas. Pasados unos minutos, una amiga y yo estamos ya frente a la silla de la adivinadora. Por cierto, a punto de irnos. Son los nervios del momento. Observamos un cartel que prohíbe comer chicle, y otro q
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