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Treinta

Treinta años, treinta horas para sentirte querido. Porque, hace unos días, alguien me preguntaba, en relación a mi desgaste profesional "y a ti, ¿quién te cuida?". El cambio de una década al límite. Con prescripción de desconectar en forma de avión o de tramitación de baja. Desgaste también personal, y familiar, claro está. Gotas que colman el vaso hasta que el agua se desparrama. Por suerte, tu gente, tus amigos, los de allí y los de aquí, con los que tanto compartiste, con los que tanto compartes, te regalan un masaje, un libro de "cosas no aburridas para ser la mar de feliz", body milk con aroma a mojito, una foto para recordar una época, una llamada madrileña o un mensaje por Facebook a miles de kilómetros con buenas noticias. Te insuflan aire para seguir volando como aquel globo que se te escapó cuando eras pequeño. Y también valoras lo positivo, que lo hay. Y soplas velas deseando algo. No lo de todos años que, ya que no llega, no lo das por imposible pero se desplaza en tus necesidades. Soplas por una curación funcional. Y, aunque estés al otro lado de la mesa ofreciendo ayuda, esos bienestares regalados los asumes como un aviso para reír al viento, pensar en ti y aunque la vida siempre va en serio, hacerle un poco la burla. 

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