Treinta años, treinta horas para sentirte querido. Porque, hace unos días, alguien me preguntaba, en relación a mi desgaste profesional "y a ti, ¿quién te cuida?". El cambio de una década al límite. Con prescripción de desconectar en forma de avión o de tramitación de baja. Desgaste también personal, y familiar, claro está. Gotas que colman el vaso hasta que el agua se desparrama. Por suerte, tu gente, tus amigos, los de allí y los de aquí, con los que tanto compartiste, con los que tanto compartes, te regalan un masaje, un libro de "cosas no aburridas para ser la mar de feliz", body milk con aroma a mojito, una foto para recordar una época, una llamada madrileña o un mensaje por Facebook a miles de kilómetros con buenas noticias. Te insuflan aire para seguir volando como aquel globo que se te escapó cuando eras pequeño. Y también valoras lo positivo, que lo hay. Y soplas velas deseando algo. No lo de todos años que, ya que no llega, no lo das por imposible pero se desplaza en tus necesidades. Soplas por una curación funcional. Y, aunque estés al otro lado de la mesa ofreciendo ayuda, esos bienestares regalados los asumes como un aviso para reír al viento, pensar en ti y aunque la vida siempre va en serio, hacerle un poco la burla.
Se llama Samiramis y lee las cartas en un bar de la calle de Ávila, cerca de las calles de prostitución del zaragozano barrio de Salamanca. El local, cutre, intenta reflejar un aire sirio que no va más allá de los dulces colocados en una vitrina, y de una pegatina con el nombre del país, cuyas letras están pintadas con los colores de la bandera. Es sábado por la mañana y la futuróloga tiene poca clientela. Mientras se espera, se pide en la barra algo para tomar, y se coge la vez. “La última es esa señora”, dice la camarera, muy maquillada, con jersey de cuello alto y foulard con estampado de leopardo, y gorro de lana en la cabeza. Samiramis es muy conocida en la ciudad, y frente a ella, y gracias al boca a boca, se sienta un público variopinto que ansía saber qué va a ocurrir en sus vidas. Pasados unos minutos, una amiga y yo estamos ya frente a la silla de la adivinadora. Por cierto, a punto de irnos. Son los nervios del momento. Observamos un cartel que prohíbe comer chicle, y otro q
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