Todavía con la resaca de Pilares, sigo alucinando con los precios de las consumiciones, tanto de la carpa de Interpeñas, como de la de Valdespartera. Un vaso grande, con cinco tormos de hielo, vino de tetra brick y cola, o naranja, de botella, seis euros. Vamos, que pagas por un calimotxo lo mismo que por algunos caldos de Rioja. Eso sin contar con la sensación que me provocó, al ver caer el líquido rojo de la carta de cartón, ser uno más de los sin techo de nuestras calles, parques o cajeros. Sólo que a ellos no les sablan. Litrona de bajo coste, convertida, por alma de las fiestas, en calimotxo deluxe. Por cierto, con idéntico sabor que el naranjotxo. No queda otra, que brindar por el botellón.
Se llama Samiramis y lee las cartas en un bar de la calle de Ávila, cerca de las calles de prostitución del zaragozano barrio de Salamanca. El local, cutre, intenta reflejar un aire sirio que no va más allá de los dulces colocados en una vitrina, y de una pegatina con el nombre del país, cuyas letras están pintadas con los colores de la bandera. Es sábado por la mañana y la futuróloga tiene poca clientela. Mientras se espera, se pide en la barra algo para tomar, y se coge la vez. “La última es esa señora”, dice la camarera, muy maquillada, con jersey de cuello alto y foulard con estampado de leopardo, y gorro de lana en la cabeza. Samiramis es muy conocida en la ciudad, y frente a ella, y gracias al boca a boca, se sienta un público variopinto que ansía saber qué va a ocurrir en sus vidas. Pasados unos minutos, una amiga y yo estamos ya frente a la silla de la adivinadora. Por cierto, a punto de irnos. Son los nervios del momento. Observamos un cartel que prohíbe comer chicle, y otro q
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